Por Juan Ángel Cabaleiro – Escritor

Hay una marcada presencia de lo sexual, ―no del erotismo,― en algunos cuentos de Jorge Luis Borges, y este hecho, más bien trivial en un autor cualquiera, suscita curiosidad tratándose del maestro. En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» se califica a la cópula de abominable, y en el resto de su obra el acto sexual es siempre preludio de la muerte: la anticipa, la anuncia o conduce directamente a ella.

Un caso evidente es «El evangelio según Marcos», donde al protagonista, antes de ser sacrificado, se le otorga la gracia de acostarse con una muchacha, como una ofrenda o liturgia.

En «La intrusa» una mujer irrumpe en la armoniosa vida de dos hermanos y los personajes pasan a conformar un aberrante triángulo sexual; basta recordar la brutal frase que uno le dice al otro: «Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala». Allí la pasión sexual los pierde y los conduce a cometer el crimen de la muchacha.

En «El muerto», esa misma pasión empuja al protagonista, Otálora, al lecho de la Colorada, mujer del poderoso Azevedo Bandeira, lo que le supondrá la muerte como castigo.

En «Emma Zunz» la fingida violación de la protagonista justifica el asesinato del final, pero ha sido necesario que mantuviera antes una relación sexual verdadera con un desconocido.

En «La noche de los dones» un adolescente conoce a un tiempo el sexo y la muerte, como dos caras de una misma moneda. El que muere asesinado es Juan Moreira, escapando de un prostíbulo.

El sexo, como vemos, aparece siempre vinculado a la muerte, de una manera u otra. Cosa sorprendente. Lo que esto pudiera significar en la obra de Borges ya sería fruto de especulaciones gratuitas que les corresponden, más que a un lector, a los críticos y especialistas en la materia.

Diferente es el caso de «La secta del Fénix», que tiene como tema central este mismo asunto (el acto sexual) pero que Borges encubre con mil argucias. Las múltiples referencias eruditas desalientan desde el principio al lector somero y premian finalmente al que persiste y entra en complicidad con el autor y con el texto. El secreto o rito del que se habla, el sexo, es rebajado allí a una forma fisiológica instintiva y animal, y solo quienes renuncian a él logran «un comercio directo con la divinidad». Ocultar un tema que el autor considera burdo bajo una abrumadora capa de erudición y de datos es una estrategia narrativa inesperada y genial, y quizás un símbolo de la relación que el propio Borges tenía con ese tema. ¿Habrá más textos suyos escritos en esa misma clave? ¿Estarán sus sentidos más ocultos todavía, casi imposibles de elucidar?

Decía que el sexo despierta curiosidad tratándose del maestro. Borges lo quiso así, porque fue creando en torno a su figura el mito del elitismo y la excentricidad, la imagen de un escritor descarnado y etéreo, casi puramente intelectual, una especie de Cristo literario cuyo paso por este mundo no es más que un testimonio vivo del Mundo de las Letras, del que ha descendido y al que discretamente regresó.

No hay pose ni artificiosidad en esto, sino más bien un sentimiento íntimo y real que lo impulsó desde siempre al desprecio de la carnalidad y de las grandes pasiones populares, sobre todo si son argentinas. Borges ―el otro, no él― hizo de la sexualidad lo que del fútbol y el peronismo: una oportunidad para el escándalo y otra argucia más de su propia leyenda.

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